Había días en
los que deseaba ser como ellos, tener esa facilidad de perderme en la multitud
y camuflarme sin más, sin pensar, reflexionar, tomar precauciones. Simplemente,
dejar ser. Deseaba tener esa habilidad de hablarle a quien quisiera por el
simple hecho de querer, deseaba liberarme de mis miedos y angustias, deseaba,
deseaba, pero nada pasaba. Asimismo, había otros días en que me gustaba mi
soledad, y la apreciaba de sobremanera, me hacía creer que el ser introvertido
me traía más pros que contras, y que también me hacía una mejor y más profunda
persona. Pero entonces después notaba que no me encontraba en ninguna de las
categorías anteriores. No podía
clasificarme porque ni siquiera yo sabía a ciencia cierta quién o qué era.
Darme cuenta de mi posición frente al mundo no era tarea fácil: pensaba mucho y
decía poco, sentía en demasía y sufría el doble. Intentaba ser yo mismo dentro
de un universo paralelo, y cada acción parecía tan irracional al momento de ejecutarla,
que ya no sabía si vivía de la esperanza o de la resignación. Los momentos de
alegrías eran más fugaces que una estrella surcando el espacio a velocidad luz.
Entonces, la melancolía volvía (no es que alguna vez se hubiera ido) sino que
volvía a ocupar el mayor espacio en mi mente, alma y corazón. Luego aprendería
que sería mejor aprender a convivir con ella en lugar de tratar de alejarla.
Habías días en que incluso me alegraba el no poder sonreír.
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