Me
resulta increíble pensar que todo pasa por una simple taza de chocolate
caliente. No lo hubiera imaginado. Aquella mañana me había levantado decidido a
escapar de ese lugar que me provocaba claustrofobia, pero nunca cruzó mi mente
el encontrar a tan magnífico personaje con quien me tiendo ahora sobre la nada
y el todo. Tus ojos, dos maravillas poli cromáticas que combinaban con tu
chaqueta gris y esos jeans gastados y apretados que marcaban tu casi anoréxica
figura. Iluso, sentado en una solitaria mesa al costado izquierdo de un café
literario, divisé tu silueta entrando por el fondo del parque, junto a esa
pequeña laguna frente a la cual decidí sentarme. Justamente esa tarde, un grupo
de ancianos decidió realizar una competencia de veleros, tal como en Stuart Little, mientras los niños,
presurosos y alegres, jugueteaban por los alrededores, en busca de la mejor
posición para mirar. Y mientras yo me concentraba en eso, una áspera y profunda
voz rompió mi calma, moviendo la silla frente a mí. – Hola – dijo, sonriente -
¿esperas a alguien? Volteé mi cabeza lentamente; le había visto venir, mas no
acercarse, por lo que me sobresalté, le miré un par de segundos y contesté
instintivamente: No, no, llévate la silla si quieres – y acto seguido, proseguí
a girar nuevamente la mirada para ver la competencia, cuando su voz nuevamente
irrumpió el silencio. Esta vez rió – Pues… la verdad yo preguntaba para
sentarme… contigo. Entonces, mi corazón despego a una velocidad increíble, y
mis mejillas se tornaron rojas en un tiempo aún más inverosímil; ¡Vamos! Que un
extraño se te acerque tan galante no es algo que pase todos los días. Abrí la
boca para responder, pero no pude sino tartamudear un par de silabas, entonces él
me miró algo contrariado y dijo: Si es que te molesta, no hace falta que… - No,
no es eso – logré articular – Claro que no, por favor, toma… toma asiento.
El
viento seguía soplando levemente, casi susurrando, y los demás caminaban a
gusto; no hacía calor ni frío, era perfecto. El sol aún luchaba por mantenerse
en lo alto, pero poco a poco comenzó a perder sus fuerzas y caer, caer, caer.
El agua se mecía sin ritmo ni compás, mientras las hojas se deslizaban en un
vaivén majestuoso, posándose en diferentes caminos, dándole al lugar un toque otoñizo,
en plena primavera. Una de las últimas hojas crujientes se lanzó del árbol más
cercano y vino a parar en mi cabeza.
Sin
embargo, nada de esto había notado, pues este nuevo desconocido, mientras se
disponía a tenderse en la silla, sonrió discretamente, dejándome entrever una
latente simpatía. Entonces, al levantar la cabeza, le vi formular una oración,
sin reparar en lo que recién había expresado, pues sus ojos me cautivaron. Eran
de un marrón normal, y aún así preciosos, había algo en ellos que lo hacían
único. Quizás el reflejo del agua, quizás el reflejo de su alma, o quizás el
reflejo de su corazón.
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